QUINTO DÍA

Al actualizar este blog con el cuarto día, por causa de los apuros del encargado del cyber -era hora de cerrar- esa reseña salío con errores de redacción y sin las fotos completas. Antes de abordar el que correspondiente a este quinto día, consigno aquí las gráficas del día jueves 29 de diciembre, con las incidencias sobre la salida de Guasipati, el paso por El Callao y Las Claritas, la llegada a La Gran Sabana, el encuentro con Simplicio, la visita al Aponwuao y la llegada al campamento "Sakaika":






viernes 30 de diciembre

Es una gran experiencia despertar con el rumor brioso del río Sakaika. Los claros entre las nubes iban tímidamente ganando espacio, dando forma lentamente al paisaje. Al salir de la carpa me di cuenta que se habían incorporado otras carpas, más allá, en una construcción de tablas techada a dos aguas con palmas. Había cesado la tormenta pero el viento aún era fuerte, resonando en los oídos con su gran resoplido. La llovizna, siendo leve, aún lesionaba el cuerpo con sus frías agujas... lo sentía así por la fuerza de sus disparos. La claridad dejaba mostrar un grupo de malokas -canayes circulares- dispersos en la zona. Pero allá, en un promontorio detrás de la construcción de tablas se erigía un apartado de bloques que resguardaba, a cielo abierto, dos pocetas. Es lo menos que uno espera en ese ambiente tan al natural. Afortunadamente estaban las pocetas a disposición, con su tobo y reserva de agua en la parte trasera, porque hay que ver lo que es pensar en cómo resolver lo que humanamente y fisiológicamente ha de resolverse, donde no hay vegetación donde guarecerse de cualquier vista.

Fueron levantándose Simplicio, Jorge y Arantxa, en ese orden. Anny tardó más tiempo. A veces llega a ser preocupante que ella, en sus condiciones de embarazo, tenga que pasar las mismas dificultades que nosotros. Pero no parece sufrirlo, al contrario, siempre tiene una sonrisa y una respuesta a cualquier problema.

Ya yo había hecho un recorrido a un tramo del río, desde la altura lateral, buscando la ubicación de la carpa flotante. Ya no estaba donde la habíamos descubierto anoche. Avancé un poco por un sendero húmedo y pude ver la caída. Las aguas se inclinan sobre la catarata lanzándose en un salto de espumas y ruidos. Impresionante cuando se ve por primera vez. La transparencia se convierte en una especie de cabellera blanca acuática, levantando al pie de la mole rocosa una bruma que se dispersa por todos lados. Luego vuelve la quietud del remanso para seguir su curso cauce abajo. Fue en un recodo de ese cauce donde se pudo ver el cuerpo yacente de lo que fue la carpa. La descubrió Simplicio.

Deshilachada por los golpes de la caída, flotaba como Ophelie... flotte comme un grand lys. "Lo que pudo ser mi alojo". Bajamos Krameans, Simplicio y yo a retirar los restos destrozados para despejar el río. Entremetida entre las malezas estaba una curiara que retenía aguas verdes.

Imaginé que en una como ésa me hubiera desplazado ayer al Aponwao, pero los miedos... siempre los miedos.


Regresamos donde acampábamos y mientras yo pensaba que había que buscar la forma de llamar prontamente al papá de Edgardo, para el alojamiento en Santa Elena de Uairén, surgió el asunto del desayuno del día. Sabíamos que no había posibilidades de usar la cocina, a menos que se ubicara en un lugar donde no la afectara el viento. Pensamos colocarla detrás de la construcción de tablas, cuya pared del fondo serviría como rompevientos, y hacia allí caminamos Jorge y yo con intención de verificar. Ya estaba en pie uno de los acapantes que habían llegado en la noche o la madrugada.

Era un ciclista barbudo, pero muy joven quien se interesó en nuestra presencia. Me contó sobre las veces que había venido a la Gran Sabana, del deterioro que estaba adquiriendo el ambiente por culpa de algunos turistas y otra cosas más.

Le hablé sobre nuestra intención de colocar el camión con la cocina en la parte de atrás y le pareció bien. Pero Anny pensó que aún así era muy laborioso, entonces rellenó unos sánguches con diablitos que luego repartió entre nosotros. Simplicio y Krameans se fueron a Kamoirán, quedamos nosotros batallando con la llovizna y el viento frío. Nos quedamos en la carpa familiar, yo seguía leyendo el libro de Acosta, y Anny repartía galletas. Nos quedamos dormidos. Cuando desperté había amainado la llovizna, y desde la abertura de la carpa se podía ver un arbusto encorvado que destilaba aguas de sus ramas.

Volvió el dúo. Recogidas todas las carpas decidimos volver al campamento Kamoirán, a echar gasolina y tomar café, pero dejaron que Simplicio se fuera con Jorge y Anny, así que yo iría con Krameans. Tuve oportunidad de conocerle mejor. Resulta que es propietario de un negocio de batería en la cuarta avenida de San Felipe, por donde recorro frecuentemente. Fue entretenido en la charla de ida, y señaló los desastres que cometieron en el año 2010 los rustiqueros, quienes dañaron buena parte de la capa vegetal de la sabana. "Tomará muchísimos años para que se recupere".

Luego de volver de Kamoirán nos fuimos a otro campamento donde un joven con los rasgos indígenas diluídos ofrecía un recorrido por los saltos a cambio de 5 bolívares por persona. Eran los saltos Las Golondrinas y El Paraíso. Fue breve el recorrido por la prisa de Simplicio, quien nos trazó un mapa de varias visitas en muy poco tiempo. Antes de salir nos acercamos a la maloka donde habitaban los indígenas responsables del campamento (todos los campamentos son regentados por indígenas de la localidad). Habían artesanías en exhibición y algunas chucherías. Una de las indígenas se comunicaba en inglés: ante una pregunta de Simplicio repondió "I don't know". Eso me extrañó mucho y me puso a pensar sobre la influencia de la "globalización" en estos territorios.

Nos movimos al campamento Non Pomoi y allí echamos un paseíto por el río Kawí, que cae sobre unas losas rojas dispuestas horizontalmente, en forma de mesas. Siguiendo cauce abajo da la impresión que el suelo que se pisa es una sola roca de varios metros de extensión, sin cisuras y totalmente plana, por donde se extienden las aguas. Abajo hay una caidita y se forma un pozo donde, según contó Krameans, algunos se han arriesgado a lanzarse desde el precipicio que lo circunda.

Al regresar nos encontramos con la cabaña central del campamento donde estaba sonriente Rafael Emilio, un indígena Taurepán de baja estatura y de mucha jovialidad. Es el encargado de este campamento. Nos ofreció un sabroso té de Flor de Jamaica ("la flor de Jamaica" es el melodioso pregón que se escucha por varias calles de San Felipe) y explicaba el origen del nombre de uno sus tres hijos: Uramí "pájaro de cien cantos", y el suyo propio es Parasakawa que significa "el rey de los saltamontes" por nacer el día de abundancia de saltamontes.

Explicó que ellos no son de la etnia Pemón como se dice regularmente: "Pemón somos todos, porque pemón es humano, persona, hombre o mujer". Nombró las tres lenguas que se hablan en la región (Kamaracotos, Arekuna y Taurepan). Explicó que en algunas comunidades los indígenas hablan inglés porque provienen de la guyana inglesa, son Rupununi (esta es la explicación que estaba buscando). Los indígenas Makuchi hablan brasileño -portugués-. Habló con mucho fervor sobre la sabana, sobre su propia cultura, sobre el acecho de la cultura extranjera, sobre la realidad indígena... muchas de sus expresiones llegaron a ser revelaciones para quienes le escuchábamos.

Luego de despedirnos de Rafael Emilio partimos hacia el salto Kamá. Pasando entre algunas construcciones donde se combinan el concreto, los palos y las palmas, se llega a unos escalones que al subirlos y voltear por el camino del ascenso se descubre el salto más imponente de los que visitamos. La caída es muy alta y la estela de agua que deja en el aire le otorga esa particular belleza.

Fue la oportunidad para que Simplicio y Krameans narraran la historia -parece más bien leyenda- de un hombre, quien luego de dejar a la vista una carta explicativa, se lanzó desde la cumbre. El tema del suicidio, aquí descrito más como una candidez que como la acción sórdida con que siempre se le vincula, le dio cierto tono a esta visita. Entre esas charlas se nos hizo las 2 de la tarde, y los de este equipo (Jorge, Anny, Arantxa y yo) expresábamos necesidad de almorzar, mientras que los dos restantes querían seguir la ruta expedicionaria. Quedamos entonces que los de este equipo nos quedábamos en el siguiente campamento preparando la comida mientras que el dúo iba al río Pacheco.

Llegamos al campamento Arapán, que daba muestra de estar abandonado, y lo digo por el descuido en las malokas y por la ausencia de indígenas. Allí cortamos dos pollos y los condimentamos, les agregamos papas y zanahorias y empezamos a luchar nuevamente contra el viento. Montamos pasta y esperamos los resultados. Al parecer quedó bien, según la valorización de Anny. Luego de comer me fui a orillas del río, sin saltos, llano, de suave discurrir. Unas rocas planas sirvieron de acomodo para reposar luego del almuerzo, rodeado de espigas menudas y con una media luna en la claridad de la tarde, puesta en el cielo como un zarcillo de plata. Al cerrar los ojos regresé al fervor con que el indígena Rafael Emilio nos hacía partícipes de su visión depurada de la naturaleza. Somos un elemento más en el ambiente, sometido a sus leyes. Allí pensé en la trascendencia de la filosofía Zen, desdeñada entre nosotros por privilegiar la religión cristiana.

Casi dormí sumido en estos pensamientos cuando escuché la voz de Ismael Rivera. Unos visitantes trajeron su música en las cornetas traseras de un rústico: un cacique patriarcal viendo mi perro guardar mi tesoro y mi mujer ¡qué inmenso! Cuando empezó a sonar una canción de Héctor Lavoe escuché que llegó el dúo, entonces fui a preguntarles cómo les había ido en su exploración. Comieron a gusto y nos preparamos para ir al campamento donde pernoctaríamos.

Antes de llegar al campamento Soruape tomamos unas fotos del Roraima, que a esas horas, con el cielo despejado, se dejaba ver. El restauran del campamento Soruape me pareció que no combinaba con las construcciones más modestas que habíamos visto. Era de concreto con un entramado de vigas en el techo y separaciones propias de locales citadinos. El indígena responsable explicó que los de la tribu que habitaban allí fueron desplazados hacia el occidente, quedando él como responsable de otorgar el 20 por ciento de las ganancia del campamento para beneficio de los desplazados. Me tomé ahí un café en el restauran y salí a bañarme en la cascada que está detrás del campamento. Ya iba oscureciendo cuando volví y estaban las carpas armadas y un fogón encendido cerca. Krameans y Simplicio salieron a comprar hielo; Jorge, Anny y Arantxa se refugiaron en su carpa, evadiendo el frío, el viento y a los puri-puri. Sentí que era la oportunidad para solazarnos con unas buenas arepas, aprovechando que el fogón tenía buena llama, así que busqué la olla para cargar agua y amasar. Pero era ya de noche. Uno no se va a un río en plena oscuridad, asediado por las sombras de la noche sin sentir miedo... sin embargo, algo había que hacer. Pude desistir de las arepas, pero sentía que era la oportunidad para desechar uno de mis temores, que no era un miedo exclusivamente mío. El temor a la noche está bien diseminado entre todos nosotros, pero menos en los indígenas. Ellos procuran lo que necesitan sin precisar si es de día o si ya ha anochecido.

Al ver hacia donde sonaba el río traté de recordar las palabras de Rafael Emilio, y hacia allá me fui. Me fui en línea recta, que era la forma de llegar más pronto, pasando por encima de las rocas y de las arbustos espinosos. Al llegar a la orilla una nube se abrió y dio paso a la luna menguante, o creciente... no sé. La cascada tomó un resplandor gris y los ruidos se hacían más claros, o más intensificados. Yo intenté no pensar en los temores, me concentré en lo que sentirían los habitantes originales de estos predios, pero me traicionaba la imaginación. Imaginaba que seres acechantes en las sombras me miraban. Recogí el agua que debía llevar y comencé el regreso. A unos pasos de andar, una luz parpadeó entre las ramas bajas del lado izquierdo. Me hice creer que eran esos puntos de colores que se sienten cuando una se estruja los ojos, pero el punto de luz parpadeaba otra vez y se acercaba hacia donde yo estaba. Ahí si es verdad que me subió un frío en la columna y me olvidé de todo en lo que me había concentrado. Me detuve con la olla llena de agua, bajo la luz tenue de la luna mientras la lucecita avanzó hacia mí, parpadeó de nuevo, y siguió su ruta río abajo. Una luciérnaga. De haber flaqueado al último instante habría corrido desbocado al campamento contando una historia de espantos y aparecidos. Pero era una simple luciérnaga.

Superado el reto de buscar agua, pedí a Jorge que me consiguiera del camión la harina, la sal, mantequilla, la parte del pollo que había quedado del almuerzo y una salchichitas en salsa que no hubo oportunidad comer más temprano. Se hablaba de mucho de los puri-puri, ellos se frotaron repelente off en el cuerpo pero ya las picaduras marcaban sus carnes. Yo no sentí ninguna picada. Regresó el dúo con el hielo tintineando en unos vasos con whisky y al rato anuncié victorioso la cena. Comimos, pero Anny no salió de la carpa. Me preocupó, pensé que algo le afectaba su salud. Aseguró que era cansancio, y nada más.

Una charla ligera con Simplicio y Krameans animó la degustación de las arepas. Al guarecerse Jorge me despedí, y busqué el camino del sueño. Un camino tortuoso, porque otros acampantes cercanos tenían encendida una planta de electricidad para iluminarse con una serie de bombillos puestos fila. La planta lanzaba unos ruidos muy estrepitosos. Cuando se apagaron la planta y los bombillos, se apagó mi vigilia.






1 comentario:

  1. Debo confesar que estoy alli con ustedes en espiritu,saludame a todos por alla rada a la esposa de jorge que deescanse bastante ese trajin es furte para ella.

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