SÉPTIMO DÍA

domingo 1 de enero

El baño estaba ubicado al costado izquierdo, a dos pasos de la cama donde dormí. La puerta estaba entreabierta, lo suficiente para que pudiera ver, todavía acostado, el pequeño cuadro tamizado que era la ventana. Por ahí ya entraba la luz necesaria para que todo el espacio estuviese totalmente visible. El azul del cielo tenía el resplandor de un fuerte sol mañanero. Tuve unos episodios de trasnocho porque a cierta hora, cuando ya habían cesado los ruidos festivos, sonó el celular. No quise levantarme a atenderlo. Revisé el registro de llamadas, fue a la 1 y 49 de la madrugada. Un 0254 de Yaracuy. No fue Ismerda. Alguien que quiso, tal vez, sumarme al jolgorio desde la distancia.

Me levanté como a las siete de la mañana, me comí el dulce que quedaba de anoche y bebí jugo mientras me leía otro cuento del libro de José Acosta. Antes de salir a las ocho envié mensajes de celular a Anny y a Jorge sobre el nombre y dirección del hotel. Tenía la leve esperanza de encontrar un cyber abierto, pero era domingo primero de enero. La calle estaba toda desolada, y así todas las calles por donde caminé. Solas y limpias. Anoche me encontraba en las calles con gente con latas de cerveza en la mano, no llegué a ver ninguna botella, todo eran latas y latas de cerveza. “Este pueblo amanecerá como un chiquero” pensé. Nada de eso: todo estaba pulcro.

Busqué teléfonos para llamar al papá de Edgardo, que anoche no lo hice porque pensé que podría estar él también afanado con las celebraciones de fin de año: yo no lo iba a importunar para pedirle que nos diera posada ese mismo 31 en la noche, como si fuésemos unos reyes magos adelantados. “Será mejor llamar mañana” reflexioné. Llegué a la plaza Bolívar, con grandes comercios cerrados en sus costados y sin nadie que alquilara teléfonos en la calle. Apenas un anciano que miraba fijamente a un perro echado a un lado, en el bando de la esquina norte. Le hice una pregunta y apenas respondió. Allá en el centro charlaban una mujer y dos hombres. Subí por la calle Roscio y encontré al lado izquierdo una entrada amplia que da a un salón largo con muchas mesas. Era un establecimiento popular de comidas. Entré buscando café, pero caminé hasta el final para recorrerlo todo. La mayoría de las mesas estaban ocupadas. Parecía el lugar de más vida en este domingo muerto. Llegando a la abertura opuesta alguien voceaba las delicias del local “sopa de res, venga señor, tome asiento y tome también su sopa de res…” Apenas era un poco más de las ocho de la mañana y estaban ofreciendo sopa. Me acerqué para pedir café. Sí había. Me senté frente a la mesa de cuatro puestos, que ya estaba ocupada por el señor que voceaba y un joven que comía una sopa. El señor pasaba de los cincuenta años, se notaba que cuidaba sus canas en tintes, ya el rostro empezaba a surcarse en leves arrugas. Sus modales eran exagerados, amanerados. Mientras me tomaba el café, él se dedicaba a introducirme en una conversación en la que no tomaba en cuenta si yo estaba interesado o no. Como un monólogo con espectadores. Cuando comenzó a alabar la sopa que servía de desayuno, como una tradición local, me interesé y solicité mi ración. Una señora mayor, de piel oscura y muy gentil, me trajo a la mesa la sopa y una canasta con casabe. Era la propietaria y cocinera llamada Elsa, dominicana. Le conté que estuve hace muchos años en Santo Domingo, paseando frente al malecón, cerca del obelisco de las hermanas Mirabal y se emocionó. Habló sobe su pueblo natal, de los años que tiene en Venezuela, de la comida dominicana. El señor de gestos afeminados se sintió desplazado y entonces, luego de invitar a unos paseantes a comer la rica sopa, comenzó a hablar sobre el país de Elsa, como si lo conociera mejor que ella.


En verdad que la sopa estaba particularmente sabrosa, de res, el caldo combinaba muy bien con el casabe. El joven había terminado de comer, pagó y se levantó para retirarse, el señor de cabello teñido se dedicó a preguntarle muchas veces cómo estaba la comida. El joven, que no era de mucho hablar, respondía en brasileño, y el señor cambió también de idioma. Era como querer demostrar que hablaba bien el portugués y que era la persona más popular del lugar. Comenzó a relatar su venida desde su Colombia natal, “hace más de veinte años”, exagerando de más los ya exagerados gestos y saltando la vista hacia los dos entradas –que eran también salidas- del largo local.


Al poco tiempo se acercó un hombre delgado, de estatura mediana y que pasaba de los cuarenta, saludó al colombiano quien le respondió con un efusivo abrazo de “feliz año nuevo”. Supe que se llama Eriberto. Ocupó el lugar que había dejado el joven, pidió también la sopa de Elsa. Hablaba un portugués españolizado que el colombiano respondía con un portugués incomprensible para mí, entendible el que hablaba el recién llegado. Andaba amanecido de celebrar el fin de año y le quedaba un poco de la ebriedad, no tanto. Hablaba en voz alta y a cada rato soltaba una risa que no era nada molesta. El colombiano alababa otra vez la sopa de Elsa, Eriberto empezó a hablar sobre la comida tradicional de su tierra: Manaus. Los platos que fue describiendo fueron: galinha caipira ao molho pardo -gallina cocida en su sangre-, panelada, calderada de peixe -pescado cocido en un caldero con papas y cebolla- y feijoada -granos negros con cerdo-. Tuvo él mismo que anotar los nombres en mi cuaderno porque de oído no los pude escribir.


Yo preferí preguntarle sobre la posibilidad de pasar a Boa Vista y a Manaus. Hablamos primeramente sobre el cambio del real brasileño al bolívar venezolano. Decía: “si compras reais, por mil bolívares te dan doicientos reais. Fíjate: uma habitazao de hotel te cuesta sesenta reais, y el pasaje de ida y volta a Boa Vista te sale en sesenta, e falta pagar aínda la comida”. Es decir, que mil bolívares fuertes se disuelven allá en un tres por cuatro.

Intervenía a cada rato el colombiano a “falar”, esperando yo la respuesta de Eriberto en portuespañol para comprender. Luego de hablar sobre la diferencia monetaria de los dos países pasó Eriberto a describir el sistema económico popular brasileño. Si tienes la tarjeta CPF estás acreditado como ciudadano, esta tarjeta se obtiene cuando haces una solicitud de crédito, para comprar desde un lápiz hasta un carro. “Si nao tienes la tarjeta CPF, eres nadie, por eso Brasil tiene una de las mais grandes economías do mundo”. Si no te has endeudado alguna vez, eres nadie.

“El país que regala todo a la gente, después mendiga” dijo con mucha seguridad, y sé que se refería a Venezuela. Lo confirmé cuando empezó a hablar de la debilidad de la moneda venezolana respecto a otras monedas del mundo. “La verdadera moneda do mundo es el dólar, eso nao se discute” y aprovechó el colombiano, moviendo la boca de lado a lado para decir: "yo compro mis dólares allá en Brasil, porque aquí los malandros del gobierno no dejan que uno los obtenga. Allá nadie expropia a nadie” y fijó su mirada de cejas oscurecidas para decirme “yo no soy chavista ¿tú eres?”.

La conversación estaba muy interesante como para entrar a un pugilato ideológico que no tendría buen final. Me zafé de la situación preguntando a Eriberto sobre Manaus y sobre su historia como enclave cauchero. Contrario a Galeano, se dedicó a alabar al gran teatro Amazonas, con sus pisos en madera pulida italiana y sus hermosos tallados. Habló también de la aduana, que fue fabricada en Inglaterra y ensamblada a orillas del río, y cuya maravilla mecánica la hace ascender y descender conforme suben y bajan las mareas. Sobre eso conversábamos cuando interrumpió el colombiano para ofrecerle a Eriberto un vatapá bien rico, con camarones, dicho esta vez en español. Mientras el colombiano se iba con su contoneo a traer la ración ofrecida, Eriberto explicó que el vatapá es otra comida popular en Brasil, y que se prepara con pan remojado, muchos aliños y “camarao cocido e desmenuzado”. Si tiene camarón no lo puedo comer. Llegó el colombiano con la ración, me ofreció pero respondí que soy alérgico a los mariscos, y considerando esta última frase comencé a detallar los pormenores de esta alergia, no sea que el colombiano se vaya a sentir ofendido, o agraciado.


Comía Eriberto con mucho gusto del platico cuando se acercó a mi lado izquierdo una señora muy anciana, el rostro flagelado por arrugas muy profundas, la piel seca, como tostada al sol y con vellos largos bajo el labio inferior. Menuda y encorvada, extendía la palma de la mano hacia nosotros. Eriberto detuvo el comer y exclamó: “vai, mujer, si apenas estamos amaneciendo en el dois mil doce y sigues viva por aquí… ¡qué cará!” Todos rieron y yo les acompañé. La anciana siguió hacia otra mesas y el colombiano se justificó: “no hay que darle plata: la gasta en los malandros.” Contaron los dos, cada uno a su turno, que ella fue propietaria de ocho máquinas para sacar oro, que estuvo casada con un inglés de quien enviudó y se quedó con el hotel a medio construir donde todavía vive. Quedó sin hijos, y aloja en algunos cuartos habitables del hotel a gente “de dudosa procedencia”, a quien les da comida si se entera ella que no tienen con qué pagar.


El colombiano, al ver que me interesé en ese relato y tomaba algunas notas replicó: “mi vida también es muy interesante. Estuve en Curazao, en la Guyana inglesa y ahora tengo una peluquería aquí en Santa Elena. Guyana es un país pobre, pero su gente es muy rica”. Hizo que yo tomara nota de estos datos, revisó lo que yo había escrito y dijo: “no escribas mi nombre, ya escuchaste cómo me llamo. Escribe ahí: maestro de peluqueros, colombiano”.

Elsa salió con el pañito sacándose las manos y dijo que iba a cerrar porque dentro de poco iban a fumigar los locales. Caí en cuenta que teníamos casi dos horas ocupando la mesa que bien podía servir los clientes que pasaban buscando lugares libres. Me despedí de todos, y Eriberto preguntó que a dónde iba hoy, le dije que los compañeros de viaje me pasarían buscando para ir a El Paují y luego a Brasil. “¿Y tú por qué vas a El Paují, cará?” preguntó con mucha ironía. Le dije que no sabía lo que había allá, no lo conocía, primera vez que iba. “Tú sabes bien a qué vas allá” me decía varias veces, y le solicité que me explicara qué había allá que estuviese fuera de lo común. “Tú eres periodista ¿verdá? tú no debes llegar allá preguntando nada ni escribiendo nada ni tomar fotos, tú sabes por qué te lo digo”. Yo le explicaba que no soy periodista, y Elsa, con la mirada baja, dijo que como en todas partes, hay pueblos donde la gente no vive sanamente. Yo no insistí más en preguntar y tomé la vía contraria a donde había entrado. Eran las diez y media, ya hacía mucho calor en las calles de Santa Elena. En una de las esquinas vi que caminaba la viuda del inglés, con el andar lento y encorvado, cargando sobre sus hombros todo el peso de una historia de vida extraordinaria.

Puse mis cosas en orden en la habitación del hotel y en eso estaba cuando recibí mensajes de Anny y Jorge. Ya me venían a buscar. Entregué las llaves y esperé. Les comuniqué por mensajes la dirección exacta y vi al final de la calle que venía el Tritón al que le sobresalían los tubos del toldo sin armar. Afuera el camión estaba todo lleno de polvo rojo-naranja. Me contaron las incidencias de la noche anterior en El Paují. Yo no tuve mucho que contar. En El Paují hicieron una gan fogata, descomunal, de grandes llamas, y todos los presentes –visitantes y residentes- se congregaron a su alrededor. Había música en vivo, mucha comida y bebidas. Disfrutaron mucho. Les dije de las palabras admonitorias del brasileño con quien había conversado temprano, y Jorge, seriamente, respondió: “eso allá es pura droga”.

Mientras buscábamos una estación de gasolina contaban los excesos que se fueron cometiendo mientras avanzaba la noche. Prefirieron acostarse antes de las doce. Ya estaba claro que no volverían hacia allá, ni ahora ni después. Entonces teníamos toda la tarde para oírnos a Brasil.



Luego de mucho rodar llegamos a la zona limítrofe. Es un monumento en la cima de la loma al lado derecho de la carretera. Están las dos banderas de ambos países, muy grandes y en astas muy altas. Bajo la bandera venezolana estaba el busto de Simón Bolívar, y bajo la brasileña el de Pedro Abreu de Lima. Nos tomamos fotos allí, y luego pasamos por una alcabala, un puesto de control, una oficina del “Ministerio de Fazenda” y luego de todo esto, carteles y avisos en portugués.

Unos cuantos metros más adelante está el pueblo de Caparaima. Pequeño pero con mucha actividad comercial. Estaba más animado de gente que Santa Elena. Recorrimos muchas de sus calles, y donde había más amontonamiento de carros era frente a los restaurantes.

Por ejemplo, había uno donde se servía la “panelada”, que es un ollón de vísceras de res, puestas a cocción por muchas horas, bien condimentadas. Y así se encuentran muchos puestos de comida por varios sectores. Nosotros nos quedamos en un local abierto, con casi todas las mesas ocupadas.


Al sentarnos se nos acercó una señora y comenzó a hablarlos en su idioma. No entendíamos. Me llevó con señas hasta un lugar donde me dio un plato y los cubiertos, y señaló hacia el área donde estaban unos recipientes metálicos rectangulares, grandes, con tapas.

Me serví de allí pasta, caraotas secas, pescado y ensalada. Luego hizo lo mismo Jorge. Mientras comíamos pedimos una “cerveja”.


Le conversé a Jorge de la dificultad económica que puede representar ir a Boa Vista y a Manaus, por el cambio del bolívar y el alto costo en Brasil. La cerveza que nos trajeron era de casi un litro, metida en un recipiente de plástico para conservar el frio. Jorge y Anny estaban de acuerdo en declinar la ida más allá, a Boa Vista o Manaus, total: en ese momento estábamos almorzando y bebiendo ya en Brasil.


Mientras comíamos y hablábamos varios mesoneros ataviados con delantales pasaban por todas las mesas dejando cortes de carnes en cada plato. Primero hacían una seña, y al aprobar nosotros, nos dejaban cortes de res, en otra vuelta, de pollo, en otro el chorizo Calabrese, “porco” asado, hasta que nos llenamos y dijimos “ya no más”. Salió en 70 bolívares cada plato. Uno de los meseros, el único con quien nos pudimos entender en español -Jozinho- se dejó fotografiar y luego nos hizo la foto de grupo.

Recorrimos luego otras calles y nos volvimos a Santa Elena para llamar al papá de Edgardo. No encontramos teléfonos. Seguimos derecho por una calle, más allá de la plaza, y nos encontramos sin proponérnoslo con la Catedral de Santa Elena. Erigida por los Capuchinos a los pocos años de ser fundado el pueblo, y se usó en su construcción solamente piedras de los alrededores.

Jorge sí tiene movistar, y con ése llamó al papá de Edgardo, pero no respondía. Llamé a Edgardo y me dio otro número y la dirección. Ese otro número no respondía tampoco, así que nos guiamos por la dirección. Resulta que se llama Juan Vargas, Sargento de la Guardia Nacional, retirado.

Fuimos buscando el mercado municipal, por ahí preguntamos y ubicamos la casa. Atendió una jovencita, dijo que se había ido al río y que regresaría al día siguiente. Le expliqué la situación, le nombré a Edgardo –esperando que ella decidiera dejarnos pernoctar- pero en cambio llamó a uno de los hijos mayores del sargento. Le eché el mismo cuento a él pero lo que hizo fue recomendarnos un hotel ahí cerca. No hubo más remedio... allá nos fuimos. En verdad es un hospedaje llamado La Posada de Abilio, distribuido en dos cuadras diferentes. A ciento ochenta la habitación, me pareció económico y bastante cómodo. Pagamos y cada quien ocupó su cuarto. Por cierto, que Simplicio y Krameans se quedaron en El Paují, les envié mensajes y no respondieron.

Era de noche cuando salió Jorge a preparar un revoltillo de huevos con jamón picadito encima del camión, en el estacionamiento. Yo lavaba mientras mi ropa en la batea del primer piso y al frente de la posada unos brasileños tenían montada una tremenda rumba de nuevo año. Después que lavé, bajé a hacer unas arepitas fritas, tratando que me quedaran como les queda a Ismerda, amarillitas y bien cocidas por dentro. Comimos y listo. Como a las nueve cada quien a su lugar, que mañana volveremos a Brasil. Averiguaremos sobre la existencia del dueto Simplicio-Krameans.

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