

































Fenecieron las ilusiones. Lo de anoche y esta madrugada fue la experiencia no prevista en esta aventura. Sabía que al acostarme muy temprano anoche iba a tener ratos de desvelos, pero lo que en el campamento ocurrió fue una crueldad. Apenas me sumí en el pozo de los sueños llegó uno de los expedicionarios retardados en su vehículo de sonido potente. El estruendo de un vallenato retumbó en la sabana con los más altos decibeles, y luego de acomodarse en un sitio cerca de la hamaca -donde buscaba el imposible sueño-, apagó el sonido, y se encendieron los carajitos. Otra vez un arreo de muchachitos importunaba mi sosegada paz. Eso fue una corredera de aquí, para allá, y los adultos que les pegaban gritos pero qué va: no había cómo controlar a esa camada escandalosa. Yo calculaba que eran como las once de la noche. Es como si hubieran liberado un enjambre de condenados puri-puris de proporciones endemoniadas. Apenas lograban recoger sus demonios y obligarles a dormir, llegaba otro carro, y otro, y otros –también llegaban en grupos- con su buena cantidad de chamacos escandalosos, y si no traían muchachos llegaban sumidos ellos en la ebriedad, que era lo mismo porque la gritería borracha igualmente molestaba. Y así, cada vez que pensaba que iba a llegar al sueño, es porque faltaba más.
Cómo ambicionaba llegar a la orilla distante del amanecer. Los murmullos constantes del río fueron desplazados por la sinrazón del turisteo villano e inconciente. Cuando la claridad fue suficiente me levanté y me metí en el camión esperando, al lado de la carpa donde seguro dormían plácidamente Anny y Jorge, pensando en la mejores palabras para indicarles que mejor era partir. Que ya la sabana, con ese nuevo aluvión de visitantes, no era la paz apetecida. El amanecer reveló lo que estuve padeciendo: todo el espacio del campamento estaba sobrepoblado de carpas con carros de todos los tamaños, dejando apenas espacio para que los peatones nos pudiéramos mover. Ya eso no era lo que fue. Fui al baño y regresé con la impaciencia por convencerlos de alguna forma que ya no tenía sentido estar ahí, que se nos agotaría en un dos por tres la muy buena impresión que habíamos tenido del lugar apenas llegamos. Yo sé que Anny quería estarse unos días ahí, y Jorge también. Desde la cabina veía el suelo surcado en multitud de carpas, durmiendo, ellos sí, luego que me trasnocharan con su bulla.
Escuché la voz de Jorge, ya yo tenía a punto mis argumentos, y luego del saludo mañanero le dije: “anoche no pude dormir”, y él halando de las cabuyas de la carpa respondió: “¡nojoda, da aquí nos vamos ya!”. Fue más fácil de lo que yo esperaba. Cuando le iba a contar mis cuitas empezó a vociferar “se rompió el colchón de aire y tuvimos que dormir en el suelo, no aguantamos el frío, y de paso el escándalo de toda esa gente que iba llegando…” ¿qué podía agregar yo que resultara útil? Nada, todo estaba dicho y dispuesto. Les ayudé a recoger la carpa, ordenar lo que se pudiera busqué la hamaca, que la dejó olvidada por allá abajo. Me encontré con Rafael Emilio y me despedí de todos, no quería indicarme el precio de la pernocta, le insistí varias veces y me dijo que cobra 30. Le entregué 40, y nos fuimos. Cuando pasamos por Kamoirán, la estación de servicio tenía una cola de varias docenas de carros, larguísima. Del primero al 2 de enero llegó el aluvión masivo de temporadistas. Ya nos lo habían advertido. Por fortuna el camión tenía medio tanque de gasolina, lo suficiente para salir de la gran sabana y llenar en El Callao o Guasipati. En las corvas de Lema hubo un accidente: en carro se salió y cayó precipicio abajo. Ambulancias y patrullas se arremolinaron en la curva que da a un salto de agua. Mucha neblina y llovizna constante hizo más peligroso el tramo. Cuando llegamos al Km 88 cesó la llovizna, volvía a llamear el sol. En todas las bombas de gasolina se hacían colas muy largas, con turistas y taxistas locales. Llegamos a Guasipati y estaban racionando la gasolina, así que fueron a terminar de llenar en otra bomba mientras yo me quedaba en el mismo cyber donde actualicé el 28 de diciembre.
No estaba funcionando. Le dimos corrido hasta San Félix, casi al mediodía cuando llegamos. Buscamos cajeros. La ciudad sigue siendo un asco. Hace más de veinte años estuve en San Félix y ya tenía una gran diferencia respecto a Puerto Ordaz, que es más ordenada y pulcra. Las aceras están fragmentadas, las basuras y charco en las calles, edificios derruidos… Buen recuerdo guardo del malecón, a orillas del Orinoco, donde se tomaba –o se toma -la chalana para llegar hasta Barrancas de Monagas, donde había una edificación histórica, bien conservada. Preferimos posponer el almuerzo hasta llegar a Puerto Ordaz, pero no quisimos entrar, era mejor ubicar un restauran de orilla de carretera, pero no vimos ninguno. Pasamos junto al estadio de fútbol Cachamay.
Es raro el conductor que no se pierda, al menos en su primera vez, al intentar salir de Puerto Ordaz. No teníamos que se la excepción. Buscamos la autopista más ancha, pero igualmente estábamos extraviados sin encontrar la salida. Sacó Jorge la cabeza en una avenida para preguntar a patrulleros policiales. Hicieron que los siguiéramos pero nos dejaron solos en una curva. En una bomba de gasolina, seguro que los bomberos se saben las rutas de una ciudad mejor que un fiscal de tránsito, y sin riesgo de matraca. El joven dio las coordenadas exactas, y sólo así pudimos salir de la ciudad.
Tomamos entonces la vía hacia el puente Orinoquia, y pudimos comer en El Tigre, cuando ya eran casi las cinco de la tarde. Una cena, pues. Si en la Gran Sabana asediaban los puri-puri, ahí, en la entrada de El Tigre volaban por todos lados los moscones. Nos ubicamos en un restauran casero, que también era bodega, al lado de una cauchera, donde los primeros que nos recibieron fueron las moscas, y estábamos en una gran disyuntiva: si seguir rodando o comer con esas compañías voladoras. Las bolsas de agua colgaban del techo, las mesas estaban limpias, pero no era de utilidad ninguna. Nos atendió el señor que veía televisión en la bodega con una señora, quien resultó ser la cocinera. Este hombre era muy tímido o casi mudo, porque había que acercársele mucho para entenderle. O quizás era pariente de Argenis. Pedimos carne guisada, yo con pasta y Jorge con Arroz. Anny solamente pidió sopa. La ración de moscas era cortesía de la casa. El hombre nos colocó un ventilador al frente, yque para espantar, y lo que hizo fue envalentonarlas más, porque al momento emergieron tropas nuevas desde la tierra. Usamos las manos como abanicos, pagamos y tomamos rumbo a Anaco. Tal como preveíamos, regresamos por la carretera de la costa, así pudimos sumar en esta travesía los llanos del sur, llanos centrales, sabana y el extremo norte del mapa venezolano.
Era de noche cuando pasamos Anaco. No me pude reprimir un comentario cuando pasamos por Mamo, es que curiosamente existen dos: Mamo Arriba y Mamo Abajo. Yo decía “¿cómo se pueden nombrar a esos pueblos sin parecer grosero?”. En el mapa la autopista se veía muy ancha, pero en verdad era estrecha y en muy mal estado. Comenzó a lloviznar como hoy al salir de la Gran Sabana. Calculamos que llegaríamos a Caracas a las 11 de la noche. Jorge empezó a comprar café cada vez más seguido de los expendedores de en medio de la carretera. Se paró para lavarse el rostro. Le propuse un brebaje de café con coca-cola para amortiguar el sueño y el cansancio. La otra sugerencia me la reservé, intuía una negativa. La planteó el mismo. Había que ubicar un hotel en la vía.
Dicho esto, no tuvimos que rodar mucho. Del lado derecho, precedido por varios anuncios, se abría un local de dos pisos que se ofrecía como hospedaje para viajeros. Enfilamos el camión hasta adentro, y salió un señor mayor, gordo. Económica, a la vez que oportuna, no había mucho qué negociar. Le pagamos y nos asignó una habitación arriba y otra abajo, como los dos Mamos. En verdad que Jorge estaba vuelto mier… coles: se lanzó al cuarto de una vez, desechando el buenas noches para una oportunidad mejor. La habitación de ellos no tenía bombillos. La mía sí, pero el televisor no tenía señal. Yo había dejado los lentes de lectura allá abajo, en el camión, así que tenía cero lectura y cero escritura. Dormir, y nada más.
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