Éramos los únicos inquilinos en el primer piso, así que esos ruidos de caminadas en el pasillo tenían que ser de mis compañeros de viaje. “Tocarán la puerta a este hora” pensé viendo en el celular que eran más de las siete de la mañana, “pero me va a dar flojera levantarme”. Tuve la sensación que todo se nos dio aceleradamente, con apenas breves momentos para dormir. Durante este viaje no cumplí con el ritual vespertino de la siesta que siempre cumplo en casa. Se rompen los hábitos, hasta del comer.
Me estuve divagando un rato sobre la cama pero había que tomar fuerzas para salir de ella, que tenía que recoger la ropa que había lavado y ayudar a ordenar lo que fuese necesario. Ya Anny había recogido su lavada y Jorge preparaba el camión. Mi ropa estaba húmeda, la metí en una cava de plástico y medio ordené lo que habíamos desacomodado preparando la cena de anoche, pero había que desayunar. Le di uso a la harina para hacer cachapas, a la que se le agrega agua, aceite y huevos, pero no salió ni una cachapa, apenas eran unas costras tiesas y dulces que pasamos con mantequilla y queso crema. Entregamos las llaves y salimos a buscar bomba de gasolina. Yo me quedé en el centro, mientras, por si abría algún cyber temprano. Nada de eso, cuando fueron a recogerme apenas abrían los comercios de comida.
En la esquena de la Zea con Roscio estaban los negociantes de reales brasileños. Por trescientos bolívares me entregaron 69 reales, así que el cambio estaba a 4,34 a favor de la moneda brasileña. Volvimos a Brasil, al pueblo de Pacaraima, con todos los negocios abiertos y mucha gente en la calle. Entramos primeramente a un local de varios cubículos, como los de la Guayabal donde habían muchos negocios populares. Comidas, ropas, suvenires, medicinas naturistas, juguetes, había mucho que ver y comprar. Pero lo que me interesaba estaba pasando la calle. A Cherry y a Wilder me es más fácil regalarles gorras que ropa, porque pueden llegar a ser exigentes. Pregunté al que atendía por las gorras, pero sucedió lo mismo que en el restauran el día anterior: no nos entendíamos. Iba el hombre para allá y para acá, llenando unos cuadernos y contando sus billetes y me respondía, pero nada. Entraron entonces dos jóvenes de marcados rasgos indígenas en su cháchara portuguesa. Uno ellos dijo la palabra “boné” señalando hacia un rincón, y el despachador le alcanzó una gorra. Yo hice lo mismo: dije “boné” y el hombre me trajo un muestrario de varias gorras. Escogí dos y sí entendió cuando lo pregunté “¿cuánto es?”. Lo cobró en bolívares. En el local siguiente habían recuerditos como llaveros, vasitos de aluminio con la bandera de Brasil, pulseras y otros. El señor me atendió en buen español con un claro acento colombiano.
Yo me había separado de Jorge y Anny en el primer local y me reencontré con ellos en el bulevar. En varios lugares habían anuncios de Caipirinha, yo tenía curiosidad pero ya tendría oportunidad de preguntar más adelante. Arantxa volvió a pedir su tamú: “tamú, mami, tamú”… llegó hasta un guacal y buscó despencar un cambur. La brasileña se alarmó y entendimos con dificultad que no se vende por dedos, sino la mano completa, como si fuera en Macro. Pero el dedo ya estaba cercenado. La brasileña no tuvo más remedio que regalárselo a la niña, quien ya había montado su concierto de llanto. Compramos ahí dos cocos, que Anny consume muy seguido porque le fue recomendado para resolver un problema de salud. La brasileña preguntó “palevá?”, y Anny se encoge de hombros sin entender, vuelve la pregunta “palevá?” y Anny me mira buscando la repuesta. Yo la tenía, claro, la aprendí en la universidad de la vida. “Ella está preguntando si es para llevar” le dije, y todo estuvo resuelto.
Pasamos la calle y entramos a otro local, donde un jovencito apenas iba por la mitad de su desayuno. Ahí sí que vi lo que pudiera gustarle a Ismerda: unos bolsos tejidos con la bandera brasileña. Ahí si pagué con “reais” y pedí otro para mi mamá, y un vaso de aluminio más grande, y un llavero múltiple. El muchacho falaba en portuespañol. Los demás compraron sus cosas. Avanzamos y había un puesto de bebidas: refrescos, cerveza, licores fuertes, bebidas naturistas. Las señora hablaba español con su acento local. Ahí encontré la cerveza más grande que ojos míos hayan visto. Y eso que me había traído una “Presidente” de República Dominicana, pero la señora que limpiaba la casa la tropezó y hasta ahí llegó. Estaba una monumental “Skol” de un litro, y la compré. También dos frasquitos de plástico de refresco de guaraná, pequeñitos como contraste. Aproveché y pregunté a la señora, quien había demostrado ser muy atenta y gentil, qué era la caipirinha. Me mostró un frasco de una bebida trasparente llamada cachaça, derivada del azúcar, y que se pronuncia “cachaza”. A ésta se le agrega azúcar, limón, hielo, se coloca en la licuadora hasta que el hielo se convierta en granizado, y esa es la caipirinha. También me traje mi cachaça. Jorge se compró su cerveza y Anny un remedio en base a miel que resultó muy efectivo para descongestionar los bronquios de Arantxa.
Recorrimos un rato más el pueblo. Me quedaban todavía 35 reais, y me volví a la tienda donde había visto una camisa tranzada al frente, en tela cruda color crema, y pregunté su valor. Justamente 35 reais. Me la probé y me la llevé. Otro breve paseo y agarramos carretera. No encontramos al sargento Vargas, pero no tuvimos consenso en volver a buscarlo, así que sin pensarlo mucho nos volvimos a la gran sabana.
Ya habíamos pensado y prometido que regresaríamos al campamento donde está Rafael Emilio. Nos recibió con ésa sonrisa de amistad, a pesar que nos habíamos vista apenas una vez. Reconoció en el acto a Anny y le repitió que no debe temer consumir cosas naturales durante el embarazo, que todo está es en la mente. Nos ofreció un espacio detrás de la maloka principal con un fogón recién levantado en piedras. Sacamos la carne y dos pollo y Jorge se destacó como chef de la parrilla. Anny adelantó algo de la ensalada pero fue a buscar la hamaca que ya estaba colgada ahí cerca. Tenía dolor de cabeza y se dedicó a descansar. Ahí estaba Mercedes, la esposa de Rafael Emilio, menos conversadora, sin embargo dio algunos consejos a Anny, de mujer a mujer. Rondaba por ahí un iondígena de nombre Argenis, apenas vestía unos chores y franela. Nos ubicó la leña y las cosas que necesitábamos. No conversaba, apenas un sí o un no a las preguntas. No dominaba el idioma español. Podría ser Taurepán como Rafael Emilio. Cuando estuvo lista la ensalada de papas, zanahorias, huevos y pollo con mayonesa, Jorge montó la carne y el pollo a la brasa. Aproveché para irme al río, tenía sueño, y con el ruido de las aguas cayendo desde las losas altas y rojizas pensé que podía prepara el cuerpo para dormir. En vez de eso lo que hice fue entrar en un espacio de paz y tranquilidad. Se me ocurrió el argumento para una narrativa que se pudiera titular “El ataque de los Puri-puri”. Imaginé que Simplicio y Krameans estarían todavía en El Paují, y estando nosotros aquí sería más difícil que nos encontráramos, por la falta de cobertura.
Sentí que me llamaban, me volví por el mismo camino trabado en vegetación y al llegar al lugar de la parrilla me di cuenta que nadie me llamaba. Tal vez una escala inusual en la caída de agua dio, por casualidad, con la sonoridad de mi nombre. El río me nombraba.
Estaba por ahí, rondando, Argenis el indígena. Parecía más interesado en la parrilla que nosotros. El dolor de cabeza de Anny había amainado. Cuando estuvo la carne y el pollo procedimos a picar y servir. Argenis ya estaba a orillas del mesón de madera, esperando su parte. Jorge le sirvió y le invitó sentarse con nosotros. Fue hacia la maloka y al rato regresó, agarró el plato, y se fue a comer a otro lado. Muy buena la comida, con muy pocos ingredientes. Jorge y sus leñas hicieron maravillas. Quedó mucha carne y pollo y se la ofrecimos a Rafael Emilio, quien la guardó en la nevera. A cada rato enciende un motor diesel que provee de corriente a la maloka, para la nevera horizontal y al equipo de sonido donde dejaba sonar a Ricardo Arjona, Leo Dan y a Los Terrícolas. Luego de la comilona cada quien se fue reposar. Yo pasé la digestión bajo la sombra de un árbol bajo, colocando con cojín pesado en el piso y volviendo a mis lecturas. Un arreo de carros y equipos de sonidos a todo volumen me sacaron del sueño. El libro estaba en mi costillar derecho, y los lentes en el izquierdo.
Desde ese momento en adelante se fue saturando el lugar de carros y carpas. Me pareció que sería oportuno echarme el bañito en el río antes que la sobrepoblación lo hiciera imposible. Eran las seis, ya el frío hacía de las suyas, pero aún así me encontré con las agua del Kawí. Al volver ya Jorge, Anny y Arantxa estaban recogidos en la carpa. Yo me acomodé en la hamaca, con una cobija como única defensa contra los vientos fríos y los puri-puris.
muy buena la anecdota del rio poeta, ciertamente pudo haber sido un llamado de la naturaleza misma, un aviso, un si, aqui tambien estoy yo, amplia y caudalosa
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